viernes, 4 de diciembre de 2015

El ventilador

El ventilador
Por Claudia Isabel Lonfat
Las siestas de verano en el pueblo, siempre fueron largas y aburridas. Los adultos preferían acortar el día durmiendo, para escaparle a las horas más calurosas, y nos obligaban a permanecer decúbito dorsal hasta las cinco de la tarde. Yo miraba el vetusto y enclenque ventilador de techo, cuyas aspas giraban con la misma lentitud de la siesta, y recordaba el día que papá lo trajo de la ciudad. Estaba contento el viejo, pensando que nos proveía de cierto confort, como cada una de las veces que viajaba y traía algo que según él servía para que mamá se “luciera”. Al principio, con los primeros viajes, a mamá se le iluminaban los ojos, supongo que creía, que ese lucimiento se relacionaba con algún vestido, algo de oro comprado en cuotas, o quizás zapatos con plataforma como los que usaban las mujeres de la TV, pero después de ver a papá sacar de su embalaje, objetos polvorientos como una licuadora, cuchillos, lámparas de pie de segunda mano,  o una vieja alfombra, percibía la desilusión de mamá, y sus ojos se volvían a opacar, sin haber exhalado  una sola queja.
 La realidad era que el ventilador no servía para nada;  jamás pudimos conseguir que esas aletas metálicas, grises, casi inertes, pudieran tirar un poco de alivio sobre nuestros cuerpos acalorados. El viejo había reemplazado la araña de bronce de la sala con  bellos caireles de cristal, por un armatoste ruidoso y feo,  pero luego, después del chasco sufrido por la inutilidad del artefacto,  volvió a colocar la araña en su sitio,  y el ventilador pasó a formar parte del escaso mobiliario de mi pieza, quizás pensando que por ser tan diminuta, allí sí podría cumplir su función específica.
 A veces, agobiado en medio del estío, miraba el girar perezoso de sus aspas hasta ser invadido por las nauseas y caer en la cuenta de que había encontrado una manera de sacarle provecho al ventilador. Llevaba su tiempo, pero al final lo conseguía, las nauseas volvían,  y de esa manera le hacía creer a la vieja que me había caído mal la comida, razón por la cual se mortificaba tanto, que se desvivía por atenderme y preparar jugos de fruta.
Me sentía mimado cuando ella me pasaba la mano por la frente para calcular la fiebre, y yo notaba, o creía notar,  un suspiro ahogado de alivio al comprobar que estaba bien. Eso me llenaba de felicidad. Ver ese destello de preocupación en sus ojos, hacía que valiera la pena todo ese tiempo empleado en mirar esas sucias aspas moviéndose sin parar. Pero algo pasó. Las nauseas se fueron quedando, incluso,  ya no necesitaba ver su monótono girar, y hasta la fiebre ahora era real, no solo la resultante del deseo impoluto de recibir las caricias de mamá. No me animé a decirle al médico que trajo papá de la ciudad, que las nauseas las provocaba yo mismo mirando fijo y durante un tiempo prolongado, el movimiento de las aspas del ventilador de techo, y al observarlo tan serio en su ropa blanca, empezaba a percibirlo como uno más de los tantos objetos inservibles que acostumbraba a traer papá.
El doctor fruncía el entrecejo y hablaba en voz baja. Los ojos de mamá tenían una expresión tan triste y desoladora, que permanecían así hasta cuando se sonreía, como los de las mujeres en las pinturas románticas antiguas. Fue tal la tristeza que vi en ellos, que no aguanté más y le pedí a papá que tirara de una vez por todas el ventilador.


4 comentarios:

aapayés dijo...

Bienvenida amiga.. Siempre es un placer leerte..
Espero te quedes por mas tiempo, por estos espacios.

Saludos fraternos..
Un abrazo

Olga Cortez Barbera dijo...

Muy bueno, Claudia Isabel. Seguiré leyendo tus cuentos.

Anónimo dijo...

Claudia, olvidé tu advertencia... que esto era real o ficción... pensé que era autobiográfico... y está en género masculino !! (Igual puede serlo.. shhhhh, guarda el secreto ! :) Gracias, Alejandro.

©Claudia Isabel dijo...

Muchas gracias a todos!
disculpen que no les haya saludado antes,
me olvidé de bajar los comentarios :)