El
ventilador
Por
Claudia Isabel Lonfat
Las
siestas de verano en el pueblo, siempre fueron largas y aburridas. Los adultos
preferían acortar el día durmiendo, para escaparle a las horas más calurosas, y
nos obligaban a permanecer decúbito dorsal hasta las cinco de la tarde. Yo miraba
el vetusto y enclenque ventilador de techo, cuyas aspas giraban con la misma
lentitud de la siesta, y recordaba el día que papá lo trajo de la ciudad.
Estaba contento el viejo, pensando que nos proveía de cierto confort, como cada
una de las veces que viajaba y traía algo que según él servía para que mamá se
“luciera”. Al principio, con los primeros viajes, a mamá se le iluminaban los
ojos, supongo que creía, que ese lucimiento se relacionaba con algún vestido,
algo de oro comprado en cuotas, o quizás zapatos con plataforma como los que
usaban las mujeres de la TV, pero después de ver a papá sacar de su embalaje,
objetos polvorientos como una licuadora, cuchillos, lámparas de pie de segunda
mano, o una vieja alfombra, percibía la
desilusión de mamá, y sus ojos se volvían a opacar, sin haber exhalado una sola queja.
La realidad era que el ventilador no servía
para nada; jamás pudimos conseguir que
esas aletas metálicas, grises, casi inertes, pudieran tirar un poco de alivio
sobre nuestros cuerpos acalorados. El viejo había reemplazado la araña de
bronce de la sala con bellos caireles de
cristal, por un armatoste ruidoso y feo,
pero luego, después del chasco sufrido por la inutilidad del
artefacto, volvió a colocar la araña en
su sitio, y el ventilador pasó a formar
parte del escaso mobiliario de mi pieza, quizás pensando que por ser tan
diminuta, allí sí podría cumplir su función específica.
A veces, agobiado en medio del estío, miraba
el girar perezoso de sus aspas hasta ser invadido por las nauseas y caer en la
cuenta de que había encontrado una manera de sacarle provecho al ventilador.
Llevaba su tiempo, pero al final lo conseguía, las nauseas volvían, y de esa manera le hacía creer a la vieja que
me había caído mal la comida, razón por la cual se mortificaba tanto, que se
desvivía por atenderme y preparar jugos de fruta.
Me
sentía mimado cuando ella me pasaba la mano por la frente para calcular la
fiebre, y yo notaba, o creía notar, un
suspiro ahogado de alivio al comprobar que estaba bien. Eso me llenaba de
felicidad. Ver ese destello de preocupación en sus ojos, hacía que valiera la
pena todo ese tiempo empleado en mirar esas sucias aspas moviéndose sin parar.
Pero algo pasó. Las nauseas se fueron quedando, incluso, ya no necesitaba ver su monótono girar, y hasta
la fiebre ahora era real, no solo la resultante del deseo impoluto de recibir
las caricias de mamá. No me animé a decirle al médico que trajo papá de la
ciudad, que las nauseas las provocaba yo mismo mirando fijo y durante un tiempo
prolongado, el movimiento de las aspas del ventilador de techo, y al observarlo
tan serio en su ropa blanca, empezaba a percibirlo como uno más de los tantos
objetos inservibles que acostumbraba a traer papá.
El doctor fruncía el entrecejo y hablaba en voz baja. Los ojos de mamá tenían una expresión tan triste y desoladora, que permanecían así hasta cuando se sonreía, como los de las mujeres en las pinturas románticas antiguas. Fue tal la tristeza que vi en ellos, que no aguanté más y le pedí a papá que tirara de una vez por todas el ventilador.
El doctor fruncía el entrecejo y hablaba en voz baja. Los ojos de mamá tenían una expresión tan triste y desoladora, que permanecían así hasta cuando se sonreía, como los de las mujeres en las pinturas románticas antiguas. Fue tal la tristeza que vi en ellos, que no aguanté más y le pedí a papá que tirara de una vez por todas el ventilador.